viernes, 20 de noviembre de 2015

ARTÍCULO EXPLICATIVO DE LA CONTRARREFORMA

 El siglo XV se caracterizó por las exigencias de una reforma de la Iglesia, como reacción al escándalo del Gran Cisma de Occidente y para corregir los abusos religiosos. El reformista religioso italiano Girolamo Savonarola(1452-1498) criticó con mordacidad la actitud mundana de su contemporáneo, el Papa Alejandro VI. El llamado movimiento observantista desarrollado por las órdenes mendicantes intentó que sus miembros volvieran a una vida más austera, y humanistas como Desiderio Erasmo de Rotterdarm trataron de crear alternativas a las estériles especulaciones de la teología académica. Aun siendo sinceros estos esfuerzos, durante mucho tiempo no estuvieron coordinados y no lograron tener un impacto perceptible en la institución.

   Sólo cuando Pablo III se convirtió en Papa en 1534 tuvo la Iglesia el liderazgo que necesitaba para orquestar esos impulsos en favor de la reforma y enfrentarse al reto que supuso la aparición de los protestantes. Una de las iniciativas más importantes de Pablo III fue nombrar reformadores sinceros como Gasparo Contarini y Reginald Pole e incorporarlos al colegio cardenalicio. También impulsó nuevas órdenes religiosas como los teatinos, capuchinos, ursulinas y en especial los jesuitas. Este último grupo, bajo la dirección de San Ignacio de Loyola(1491-1556), estaba constituido por hombres muy instruidos, dedicados a renovar la piedad a través de la predicación, la instrucción catecúmena y el uso de los ejercicios espirituales establecidos por san Ignacio, donde debía profundizarse en la meditación personal. Tal vez la más destacada actuación de Pablo III fue la convocatoria del Concilio de Trento en 1545 para tratar las cuestiones doctrinales y disciplinarias suscitadas por los protestantes. Actuando a menudo en una difícil alianza con el emperador Carlos V, Pablo III, como muchos de sus sucesores, no dudó en utilizar tanto medidas diplomáticas como militares contra los protestantes.

  Una poderosa corriente represiva, que empezó hacia 1542, penetró en el propio catolicismo romano cuando se instituyeron el Indice de Libros Prohibidos y una nueva Inquisición. El pontificado de Pablo IV aportó el más vigoroso apoyo a estas medidas. En España la Inquisición se convirtió en un instrumento dependiente de la corona, usado con eficacia por los monarcas españoles, en especial por el rey Felipe II para asegurarse la ortodoxia de sus súbditos y suprimir tanto la disidencia política como la religiosa.
  En Alemania los católicos siguieron intranquilos después de la Paz de Augsburgo de 1555, considerada por muchos como una victoria de los luteranos. Los sacerdotes formados en Roma regresaron a su tierra natal mejor instruidos y con más deseos de llevar a efecto su labor eclesiástica que sus antecesores. San Pedro Canisio elaboró un catecismo que intentó servir de contrapeso al de Lutero, aunque no lo consiguió. Las tensiones internas, en las que se produjo una destacada intervención militar en ambos bandos, culminaron en los horrores de la guerra de los Treinta Años, que hizo estragos desde 1618 hasta 1648 y dejó a Alemania devastada.

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