Política exteriorA menudo suele tildarse de "pacifista" al reinado de Felipe III, debido al hecho de que, durante los diez primeros años del mismo, la monarquía hispánica canceló temporalmente sus guerras con Inglaterra y los Países Bajos. Pero ese "pacifismo" (que se inscribe dentro de la llamada "generación pacifista del barroco"), es en buena medida una ficción historiográfica, puesto que fueron los acuciantes problemas internos que tuvieron que afrontar los gobernantes de la época, y no su deseo de mantener la paz a ultranza, lo que provocó la cesura temporal de los conflictos bélicos. En el caso de Felipe III y Lerma, es más apropiado hablar de conservadurismo a la hora de caracterizar su política exterior. Tanto el rey como su valido asumieron las líneas básicas heredadas del reinado de Felipe II, pese a que el contexto político y económico de principios del siglo XVII era muy distinto. En 1597, el comercio de Indias, principal soporte de la economía hispana, se vio aquejado por una serie de fluctuaciones que fueron la primera señal de la regresión que sufriría después. Las dificultades financieras de la monarquía forzaron a Felipe III a suspender la política exterior de carácter ofensivo que había dominado en los reinados anteriores. En lugar de subir los impuestos (lo que habría aumentado el descontento social), el rey y su valido prefirieron reducir los gastos militares para paliar en lo posible la crisis económica. De ahí el famoso "pacifismo".
Durante los primeros años del reinado, las relaciones con Francia fueron tensas, debido a que el rey francés, Enrique IV, desarrolló una política antiespañola en Italia y los Países Bajos, evitando, sin embargo, el estallido de un enfrentamiento bélico. Su muerte en 1610 dio un vuelco a la situación, pues la regente, María de Médicis, se esforzó por mejorar las relaciones con España. La distensión quedó sellada en 1611 mediante la firma de un doble compromiso matrimonial: por una parte, el de Isabel de Borbón (hija de Enrique IV) con el infante Felipe (futuro Felipe IV); y, por otra, el de Luis XIII de Francia con la infanta Ana de Austria.
Las relaciones con Inglaterra también fueron de hostilidad hasta que se produjo el cambio generacional: en 1604, tras la muerte de Isabel I de Inglaterra y la subida al trono de Jacobo I, se firmó la Paz de Londres, que se mantendría en vigor durante todo el reinado de Felipe III.
En Italia, el gobierno español se vio obligado a intervenir continuamente como árbitro en las querellas sucesorias, a fin de mantener en el poder a príncipes favorables a España. El principal problema fueron la ambiciones del duque Carlos Manuel de Saboya, que aspiraba a apoderarse del ducado de Montferrato. El gobierno español lo impidió (1615) y el duque se declaró en rebeldía y, proclamándose "libertador de Italia", intentó organizar una rebelión contra la presencia española en Italia. Las fuerzas españolas del Milanesado invadieron el Piamonte y obligaron al duque a retractarse, pero la paz firmada en Pavía en 1617 no se tradujo en ninguna ventaja territorial o política, sino en el mero restablecimiento del statu quo anterior a la guerra.
Mientras tanto, en los Países Bajos proseguía la guerra. Los rebeldes holandeses lograron algunos éxitos importantes en 1600-01. Felipe III y Lerma decidieron continuar la lucha en defensa de los derechos del archiduque Alberto e Isabel Clara Eugenia, a los que Felipe II había cedido los Países Bajos antes de morir. La recuperación del comercio de Indias que se produjo en 1602-03 permitió poner en marcha una gran ofensiva militar. El general Ambrosio Spínola, que en 1604 logró conquistar Ostende, recibió el mando de las operaciones. Pero éstas concluyeron bruscamente en 1606, debido a un motín de las tropas causado por el retraso de las pagas. Este parón dio al traste con todos los esfuerzos de los años anteriores y obligó al gobierno de Madrid a ordenar una retirada parcial de Flandes. Poco después se entablaron conversaciones oficiosas de paz, pero fue imposible llegar a un acuerdo definitivo por la inflexibilidad que mostraron ambos bandos. Finalmente, en abril de 1609 se firmó la Tregua de los Doce Años, en la que, por primera vez, la monarquía española reconoció el estatuto de beligerancia de las Provincias Unidas de Holanda. Ello fue fruto del convencimiento de Lerma y del propio Felipe III de que el Imperio español podía mantener su estabilidad tal y como estaba y que bastarían acciones defensivas y alguna que otra demostración ocasional de fuerza para conservar su hegemonía.
La paz reinó hasta el gran estallido de la Guerra de los Treinta Años, en 1618. Las buenas relaciones con Inglaterra y Francia, los problemas internos del Imperio Germánico y la decadencia del Imperio Otomano permitieron el mantenimiento sin esfuerzos de la hegemonía española sobre Europa, y el duque de Lerma se guardó muy bien de alterar esta situación. Pero no supo aprovechar las oportunidades que ofrecía la paz para mejorar la situación interior del país. Así, cuando las guerras se reanudaron en 1618, la monarquía española estaba exangüe y carecía de la capacidad de iniciativa y de los recursos necesarios para mantener su hegemonía europea.
Política interiorEl contexto internacional de paz permitió al gobierno español concentrarse en el problema de los moriscos, cuya expulsión se considera el hecho central de la política interior del reinado. Después del fracaso de soluciones menos traumáticas, en julio de 1609 Felipe III firmó la orden de expulsión de la población morisca. En tan drástica medida tuvieron un peso decisivo algunos personajes de la corte (la reina Margarita, el propio Lerma), pero, ante todo, los criterios de seguridad del Consejo de Estado, marcados por las necesidades de la política exterior. La raíz del problema era la resistencia a la asimilación de los moriscos. El Consejo temía que éstos pudieran actuar como "quinta columna" de Francia, de los musulmanes de África del Norte, o de los turcos. El proceso de deportación comenzó en otoño de ese año en el reino de Valencia y continuó en los años siguientes en toda la Península. La medida tuvo graves consecuencias demográficas y económicas, pues España perdió unos 300.000 habitantes (Domínguez Ortiz), que, en su mayoría, eran buenos campesinos y artesanos. Pero, en principio, la expulsión produjo un ambiente de euforia oficial y popular que impidió que se analizaran con lucidez sus consecuencias hasta la década de 1620.
La decisión de expulsar a los moriscos, tomada sin consultar a los reinos orientales, agravó el clima de descontento que se respiraba en éstos. La situación era especialmente preocupante en Cataluña, donde se vivía una grave crisis económica. A partir de 1615, el gobierno decidió cambiar la política de contención que había mantenido hasta entonces. El duque de Alburquerque, virrey de 1615 a 1618, intentó atajar el bandolerismo (una de las principales lacras que padecían los países catalanes) y se apoyó en las ciudades para poner freno al poder de la aristocracia. Pero bajo su sucesor, el duque de Alcalá (1618-1621), la decisión del gobierno de reclamar para la Corona la quinta parte de los ingresos municipales desató la oposición de la aristocracia rural y de las oligarquías urbanas. Aunque la situación se mantuvo estancada durante el resto del reinado, la gran rebelión catalana de 1640 (véase: Corpus de Sangre) estaba ya en el ambiente.
Por lo que se refiere a Portugal, el gobierno de Felipe III conculcó a menudo la personalidad jurídica e institucional del reino. Las medidas tomadas por Lerma, siempre supeditadas a los intereses castellanos, fueron muy impopulares y provocaron un creciente descontento hacia la monarquía de Madrid.
En lo que respecta a la política económica, Felipe III heredó de su padre una enorme deuda de Estado, que los gastos suntuarios de la corte no hicieron sino aumentar. Para paliar la situación financiera, se recurrió a la reducción de gastos de defensa y a la devaluación monetaria. Las alteraciones de la moneda de 1599, 1602 y 1603 provocaron la retirada de la circulación del oro y la plata, la devaluación del vellón y el agravamiento de la crisis financiera de la Corona por el desfase que suponía pagar en el interior con moneda de vellón y en el exterior con oro y plata. Consecuencia lógica de esta errática política monetaria fue la bancarrota de 1612.
Integrantes: Génesis Gonzalez
Maria Laura Alcalá